domingo, 17 de octubre de 2010
benito 16: un enemigo de la humanidad
Richard Dawkins*
¿Debería haberse recibido a Joseph Ratzinger con la pompa y la ceremonia reservadas a un Jefe de Estado? No. Como Geoffrey Robertson ha mostrado en su libro The Case of the Pope, la pretensión de la Santa Sede de actuar como Estado se basa en un pacto fáustico que permitió a Mussolini conceder a la Iglesia más de tres kilómetros cuadrados del centro de Roma a cambio de su apoyo al régimen fascista. Nuestro gobierno aprovecha la ocasión de la visita del papa para anunciar su intención de “acercarse a Dios”. Que no nos sorprenda, como comenta un amigo mío, si Hyde Park se cede al Vaticano para cerrar el trato.
¿Debería Ratzinger, pues, ser recibido como jefe de la Iglesia? Evidentemente, si los católicos a título individual desean pasar por alto sus muchas infracciones a la ley y tender una alfombra roja al diseñador de sus zapatos rojos, que lo hagan. Pero que no nos hagan pagar al resto. Que no pidan al contribuyente británico subsidiar la misión propagandística de una institución cuya riqueza se calcula en decenas de miles de millones; una fortuna para la cual la expresión “mal habida” viene como anillo al dedo. Y que nos ahorren el espectáculo nauseabundo de la Reina, del Duque de Edimburgo, de los representantes de la Casa Real y de otros dignatarios arrastrándose y adulándolo como sicofantas, haciéndonos creer que se trata de alguien a quien deberíamos respetar.
El predecesor de Benedicto, Juan Pablo II, era considerado por algunas personas un hombre santo. Pero nadie podría llamar santo a Benedicto XVI sin que se le caiga la cara de vergüenza. Este viejo y malicioso intrigante es todo menos un santo ¿Un intelectual? ¿Un académico? Es lo que suele decirse, aunque no está claro que puede haber algo académico en la teología. Como mínimo, nada respetable.
El desafortunado y breve incidente del paso de Ratzinger por las Juventudes Hitlerianas ha sido puesto en un paréntesis, ampliamente respetado. Yo mismo he respetado esta moratoria. Pero tras oír el escandaloso discurso del Papa en Edimburgo, en el que culpó al ateísmo por la existencia de Hitler, es imposible no sentir que la veda se ha levantado ¿Habéis escuchado lo que dijo?
“Todavía hoy podemos recordar cómo Gran Bretaña y sus líderes se levantaron contra una tiranía que pretendía erradicar a Dios de la sociedad y negar a muchos nuestra humanidad común, especialmente a los judíos […] Mientras reflexionamos sobre la aleccionadora experiencia del extremismo ateo del siglo XX”.
Al leer este párrafo, uno se pregunta sobre el talento en materia de relaciones públicas de los asesores que permitieron su incorporación en el discurso. Pero claro, me olvidaba, su consejero oficial es ese Cardenal que al ver el color de algunos funcionarios de migraciones en Heathrow concluyó que debía haber aterrizado en el Tercer Mundo. Seguramente, al pobre hombre le cayó una buena cantidad de Ave Marías, además de su repentino ataque de gota diplomática (un ataque en el que uno no puede evitar preguntarse si el pie afectado es el que se pone en la boca al hablar).
En un comienzo, yo estaba indignado por los vergonzosos ataques del papa a ateos y laicistas, pero luego los vi como un estímulo. Como una muestra de que los habíamos puesto tan nerviosos que sólo les quedaba echar mano al insulto, en un intento desesperado de distraer la atención del escándalo de las violaciones de niños.
Probablemente es muy severo pretender que el Ratzinger de 15 años entendiera lo que suponían los nazis. Como católico devoto, es posible que, junto al catecismo, le inocularan la odiosa idea de que los judíos eran responsables por haber matado a Jesús. De hecho, el argumento de los “asesinos de Cristo” no fue rechazado hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965) por una Iglesia cuya psique estaba atravesada por un antisemitismo de siglos.
Adolf Hitler fue un católico apostólico romano. O al menos tan católico como los cinco millones de británicos llamados católicos de este país. Hitler no renunció nunca a su catolicismo bautismal, que es el criterio que supuestamente permite afirmar la existencia de cinco millones de católicos británicos hoy. Una de dos. O se tienen cinco millones de católicos, en cuyo caso hay que hacerse cargo de Hitler, o Hitler no era católico, en cuyo caso habría que dar una cifra honrada del número genuino de católicos que existen en el Reino Unido hoy –los que de verdad creen que Jesús se convierte en una hostia, como supuestamente profesa el ex Profesor Ratzinger-.
Sea como fuere, Hitler no fue ateo. En 1933 se ufanaba de haber “erradicado el ateísmo” al haber prohibido la mayoría de las organizaciones ateas de Alemania, incluida la Liga alemana de librepensadores, cuyo edificio fue convertido en una oficina de información para asuntos eclesiásticos.
En última instancia, Hitler creía en una “Providencia” personificada, probablemente relacionada con la Divina Providencia invocada por el Cardenal Arzobispo de Múnich en 1939, cuando Hitler se libró de ser asesinado y el Cardenal ordenó un Te Deum especial en la Catedral de Múnich para agradecer a la Divina Providencia por la salvación del Führer.
Puede que nunca sepamos si Hitler identificaba su “Providencia” con el Dios del Cardenal. Lo que sí tenía claro era el carácter abrumadoramente cristiano de sus grupos de apoyo, los millones de buenos cristianos alemanes que, con la inscripción Gott mit uns (“Dios con nosotros”) en la hebilla de sus cinturones, hicieron el trabajo sucio por él. Hitler conocía bien su base social. Por eso “se acercó a Dios”. Este es un extracto del discurso que pronunció en Múnich, en el corazón de la católica Baviera, en 1922:
“Mi sentimiento como cristiano me permite ver en mi Señor y Salvador a un luchador. Me permite ver al hombre que, solo y rodeado por unos pocos seguidores, reconoció a esos Judíos por lo que eran, al que convocó a los hombres a luchar contra ellos, y al que –Dios es Verdad!- fue el más grande no por su sufrimiento sino por su lucha. Con amor infinito como cristiano y como hombre, leo el pasaje que explica cómo el Señor se irguió en toda su grandeza y cogió el látigo para echar del Templo a las víboras y serpientes ¡Cuán terrible fue su lucha contra la ponzoña judía! Hoy, dos mil años después, con la más profunda emoción, me doy cuenta más profundamente que nunca que fue por eso que derramó su sangre en la Cruz”.
Este es sólo uno de de los numerosos discursos y pasajes en Mein Kampf en los que Hitler invoca su cristianismo. No sorprende, pues, que haya recibido tanto apoyo de la jerarquía eclesiástica alemana. Pío XII, predecesor de Benedicto, no está exento de culpa, como de manera devastadora demostró el escritor católico John Cronwell en su libro Hitler’s Pope.
Sería desconsiderado extenderme en este punto, pero el discurso de Ratzinger en Edimburgo este jueves fue tan desafortunado, tan hipócrita, tan propio de quien arroja piedras sobre su propio tejado, que sentí que debía responder.
Incluso si Hitler fuera ateo –como Stalin seguramente lo fue- ¿cómo se atreve Ratzinger a sugerir que exista conexión alguna entre el ateísmo y sus atrocidades? No más, desde luego, que las podrían existir entre éstas y su incredulidad en los duendes o los unicornios. Y no más, tampoco, que su afición al bigote, algo que comparten, por ejemplo, con Franco y Saddam Hussein. No hay camino lógico alguno que conduzca del ateísmo a la maldad. A menos, claro, que se esté empapado de algunas obscenidades ancladas en el corazón de la teología católica. Me refiero –estoy en deuda en este punto con Paula Kirby- a la doctrina del Pecado Original. Esta gente cree –y enseña a los niños pequeños, junto a la aterradora falsedad del infierno- que los bebés “nacen en pecado”. Este pecado sería el de Adán, quien por cierto, como ellos mismos admiten ahora, no existió nunca. El pecado original significa que, desde el momento en que nacemos, somos malvados y estamos corrompidos, condenados. Salvo que creamos en su Dios. O que sucumbamos a la zanahoria del cielo y al palo del infierno. Esta, señoras y señores, es la impresentable teoría que permite asumir que fue la falta de creencia en dios lo que convirtió a Hitler o a Stalin en los monstruos que fueron. Todos somos monstruos a menos que seamos redimidos por Jesús. Una teoría vil, depravada, inhumana, sobre la que basar la propia vida.
Joseph Ratzinger es un enemigo de la humanidad.
Es un enemigo de los niños, ya que ha permitido que sean violados y ha alentado la infección de sus mentes con la culpa. Está vergonzosamente claro que la iglesia está menos preocupada por colocar a los niños a salvo de violadores que por salvar almas sacerdotales del infierno. Y que su preocupación principal consiste en salvar su propia reputación a largo plazo.
Es un enemigo de las personas gay, ya que ha descargado sobre ellos el tipo de intolerancia que su iglesia solía reservar a los judíos.
Es un enemigo de las mujeres, ya que las mantiene apartadas del sacerdocio como si el pene fuera una herramienta esencial para cumplir con los deberes pastorales ¿A qué otro empleador se le permitiría discriminar en razón de sexo, sobre todo tratándose de un empleo que de forma manifiesta no requiere fuerza física ni otra cualidad que sólo se suponga a los varones?
Es un enemigo de la verdad, ya que propaga mentiras descaradas sobre la inutilidad de los condones contra el SIDA, especialmente en África.
Es un enemigo de la gente más pobre del planeta, ya que la condena a tener familias numerosas que no pueden alimentar y, con ello, a la esclavitud de la pobreza permanente. Una pobreza que casa mal con las obscenas riquezas del Vaticano.
Es un enemigo de la ciencia, ya que obstruye investigaciones vitales como las de las células madre, no con argumentos morales sino con base en supersticiones pre-científicas.
Y aunque es lo menos grave desde mi punto de vista, Ratzinger es incluso un enemigo de la propia iglesia de la Reina, ya que de manera arrogante ha asumido el desprecio de su antecesor por las órdenes anglicanas, considerándolas “absolutamente nulas y vacías”, al tiempo que trata de reclutar furtivamente vicarios anglicanos para apuntalar su propio penoso y decadente panorama sacerdotal.
Finalmente, y quizás es lo que más me preocupa personalmente, es un enemigo de la educación. Dejando de lado el duradero daño psicológico causado por la culpa y el miedo y que han hecho infame a la educación católica en todo el mundo, Ratzinger y su iglesia alimentan una perniciosa doctrina educativa: pretender que la evidencia constituye una base menos confiable para creer en algo que la fe, la tradición, la revelación y la autoridad, sobre todo su autoridad.
* http://es.wikipedia.org/wiki/Richard_Dawkins